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Veredicto del Certamen de Relatos Wikihammer + Voz de Horus ¡Léelos aquí!

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(Página nueva: Caminaba bajo la acuciante lluvia. Las frías gotas de lluvia chocaban contra su armadura de ceramita y se deshacían en una delgada columna de humo negro. Se encontraba en un ...)
 
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Se encontraba en un amplio valle, en aquel extraño planeta en el que acababan de desembarcar hace apenas un mes. Aquel planeta dónde enormes pedazos de tierra en forma de cono invertido volaban a cincuenta metros del suelo. Cincuenta metros en el más leve de los casos. Aquel fenómeno le extrañaba y le atraía a la vez. Se había propuesto investigarlo más adelante cuando tuviera oportunidad.
 
Se encontraba en un amplio valle, en aquel extraño planeta en el que acababan de desembarcar hace apenas un mes. Aquel planeta dónde enormes pedazos de tierra en forma de cono invertido volaban a cincuenta metros del suelo. Cincuenta metros en el más leve de los casos. Aquel fenómeno le extrañaba y le atraía a la vez. Se había propuesto investigarlo más adelante cuando tuviera oportunidad.
   
La noche era oscura, iluminada fugazmente por un rayo extraviado. La lluvia seguía cayendo. Lluvia. Le hubiera gustado poder sentirla sobre su piel y dejar de estar enfundado en aquella enorme armadura por una vez. Consideró la idea de quitarse el casco, pero tampoco era cosa de calarse y continuó su camino, resignado. Se pasó inconscientemente una mano por la hombrera derecha, tallada con la infame estrella de ocho puntas. Continuó andando. ¿Porqué andando? Maldita sea, era un hechicero, y no uno cualquiera, era el Hechicero Jefe. Pero las palabras de Lord Raum resonaron en su cabeza. La voz pausada, elegante e inequívocamente perteneciente a un líder recreó aquella breve conversación, breve como todas sus conversaciones. ‘Un portal a la disformidad o un despliegue mediante cápsulas o transportes llamaría demasiado la atención´. Érebo ya sabía eso, pero albergaba la débil esperanza de que se lo concediese. No le hubiera importado mandar unas cuantas almas leales al Averno. Aquel lugar había sido limpiado de la corrupción de los sirvientes del Falso Emperador hace una semana, pero podrían haber colocado sensores, cámaras o incluso escuadras de reconocimiento con la intención de retomarlo. Aunque habría hecho falta mucha ignorancia para colocarlas. La ignorancia no escaseaba precisamente entre las filas de los perros imperiales.
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La noche era oscura, iluminada fugazmente por un rayo extraviado. La lluvia seguía cayendo. Lluvia. Le hubiera gustado poder sentirla sobre su piel y dejar de estar enfundado en aquella enorme armadura por una vez. Consideró la idea de quitarse el casco, pero tampoco era cosa de calarse y continuó su camino, resignado. Se pasó inconscientemente una mano por la hombrera derecha, tallada con la infame estrella de ocho puntas. Continuó andando. ¿Porqué andando? Maldita sea, era un hechicero, y no uno cualquiera, era el Hechicero Jefe. Pero las palabras de Lord Raum resonaron en su cabeza. La voz pausada, elegante e inequívocamente perteneciente a un líder recreó aquella breve conversación, breve como todas sus conversaciones. ‘Un portal a la disformidad o un despliegue mediante cápsulas o transportes llamaría demasiado la atención´. Érebo ya sabía eso, pero albergaba la débil esperanza de que se lo concediese. No le hubiera importado mandar unas cuantas almas leales al Averno. Aquel lugar había sido limpiado de la corrupción de los sirvientes del Falso Emperador hace una semana, pero podrían haber colocado sensores, cámaras o incluso escuadras de reconocimiento con la intención de retomarlo. Aunque habría hecho falta mucha ignorancia para colocarlas. La ignorancia no escaseaba precisamente entre las filas de los perros imperiales.
   
Amenizó aquella tortuosa caminata pensando en el objetivo de esta y el débil tarareo, acallado por la furiosa lluvia, de una canción que había oído en algún momento de su vida. Debía llegar a una cueva natural en la que se encontraría con un líder cultista. El más sobresaliente de todos aquellos que servían a las Alas del Cóndor. Debía informarle acerca de sus próximos movimientos y darle personalmente la enhorabuena por su gran trabajo de parte del ilustre Lord Raum. Tenía un regalo muy valioso para probarlo. Érebo había torcido el gesto y sentido irritado al conocer dichas órdenes. Él no era un recadero. Pero su otro hombre de confianza, Artorias, el Caminante del Caos, estaba ocupado en una misión en algún punto del ecuador del planeta junto a sus tropas. Había sugerido la posibilidad de mandar a un campeón y a su escuadra, pero desgraciadamente, Raum quería a alguien de confianza.
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Amenizó aquella tortuosa caminata pensando en el objetivo de esta y el débil tarareo, acallado por la furiosa lluvia, de una canción que había oído en algún momento de su vida. Debía llegar a una cueva natural en la que se encontraría con un líder cultista. El más sobresaliente de todos aquellos que servían a las Alas del Cóndor. Debía informarle acerca de sus próximos movimientos y darle personalmente la enhorabuena por su gran trabajo de parte del ilustre Lord Raum. Tenía un regalo muy valioso para probarlo. Érebo había torcido el gesto y sentido irritado al conocer dichas órdenes. Él no era un recadero. Pero su otro hombre de confianza, Artorias, el Caminante del Caos, estaba ocupado en una misión en algún punto del ecuador del planeta junto a sus tropas. Había sugerido la posibilidad de mandar a un campeón y a su escuadra, pero desgraciadamente, Raum quería a alguien de confianza.
   
Por fin llegó. Una cueva natural, de amplia bóveda y estalactitas y estalagmitas esparcidas en todos sus rincones. Las paredes, húmedas por la constante acción del frío y la lluvia, y de un tono rojizo, presentaban pequeñas formaciones rocosas no mayores que uno de sus puños. Ahora bien, sus puños no eran precisamente pequeños. Aquellas “pequeñas” rocas incrustadas en la pared brillaban con luz propia y tonos vivos, desde el azul hasta el violeta.
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Por fin llegó. Una cueva natural, de amplia bóveda y estalactitas y estalagmitas esparcidas en todos sus rincones. Las paredes, húmedas por la constante acción del frío y la lluvia, y de un tono rojizo, presentaban pequeñas formaciones rocosas no mayores que uno de sus puños. Ahora bien, sus puños no eran precisamente pequeños. Aquellas “pequeñas” rocas incrustadas en la pared brillaban con luz propia y tonos vivos, desde el azul hasta el violeta.
   
 
Giró la cabeza rápidamente al advertir movimiento a su derecha, a apenas unos seis metros. Unos Heinherjar estaban ahí, quietos, de pie. Tan quietos que ni siquiera les había visto. Sonrió. Los había mandado una hora antes que él para confirmar que no había presencia leal y, si la había, que fuese eliminada. Los imponentes guerreros le miraron al unísono durante unos segundos y se inclinaron levemente. Precisión milimétrica y lealtad absoluta. No esperaba menos de aquellos que habían dado la vida por las Alas del Cóndor, ofreciéndose voluntariamente para sacrificios destinados a los Dioses Oscuros con la finalidad de proteger sus mensajes encriptados de los voraces ojos de los Leales. Sus armaduras albergaban las almas de aquellos fanáticos “héroes”. Tenían un aspecto similar a las servoarmaduras del resto de marines de las Alas del Cóndor, con hombreras más amplias (especialmente la izquierda, utilizada para dar el primer golpe tras una carga), púas y pequeñas cuchillas curvas en la hombrera izquierda, cascos lisos, sin cuernos y con un visor con la forma de la estrella de ocho puntas, al igual que el suyo. Amplios faldones negros colgaban de sus cinturones y tiras de cota de malla endurecida pendían del centro de éstos. Portaban enormes espadas de energía a dos manos con la hoja curvada hacia atrás al final, asemejándose ligeramente a una guadaña y pistolas bólter acopladas en la muñeca derecha de los guerreros. Aquellas espadas estaban basadas en Ragnarok, su propia espada, que encerraba un demonio dentro, aún con esperanzas de salir. El líder de aquella amenazante escuadra (nada más y nada menos que cinco Einherjars) portaba una armadura más decorada y amplia y una espada similar a la de sus compañeros, pero mucho más ancha de hoja y casi tan grande como él.
 
Giró la cabeza rápidamente al advertir movimiento a su derecha, a apenas unos seis metros. Unos Heinherjar estaban ahí, quietos, de pie. Tan quietos que ni siquiera les había visto. Sonrió. Los había mandado una hora antes que él para confirmar que no había presencia leal y, si la había, que fuese eliminada. Los imponentes guerreros le miraron al unísono durante unos segundos y se inclinaron levemente. Precisión milimétrica y lealtad absoluta. No esperaba menos de aquellos que habían dado la vida por las Alas del Cóndor, ofreciéndose voluntariamente para sacrificios destinados a los Dioses Oscuros con la finalidad de proteger sus mensajes encriptados de los voraces ojos de los Leales. Sus armaduras albergaban las almas de aquellos fanáticos “héroes”. Tenían un aspecto similar a las servoarmaduras del resto de marines de las Alas del Cóndor, con hombreras más amplias (especialmente la izquierda, utilizada para dar el primer golpe tras una carga), púas y pequeñas cuchillas curvas en la hombrera izquierda, cascos lisos, sin cuernos y con un visor con la forma de la estrella de ocho puntas, al igual que el suyo. Amplios faldones negros colgaban de sus cinturones y tiras de cota de malla endurecida pendían del centro de éstos. Portaban enormes espadas de energía a dos manos con la hoja curvada hacia atrás al final, asemejándose ligeramente a una guadaña y pistolas bólter acopladas en la muñeca derecha de los guerreros. Aquellas espadas estaban basadas en Ragnarok, su propia espada, que encerraba un demonio dentro, aún con esperanzas de salir. El líder de aquella amenazante escuadra (nada más y nada menos que cinco Einherjars) portaba una armadura más decorada y amplia y una espada similar a la de sus compañeros, pero mucho más ancha de hoja y casi tan grande como él.
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Érebo sonrió. Le conocía bien, había combatido junto a él numerosas veces, antes incluso de entregar su alma a la causa. Un elegido llamado Hécaro, ducho en el manejo de las armas a dos manos y un combatiente francamente magnífico. El Hechicero Jefe le saludó con dos dedos, desde la frente y separándola unos palmos de ésta. El campeón Einherjar le correspondió con un asentimiento casi mecánico.
 
Érebo sonrió. Le conocía bien, había combatido junto a él numerosas veces, antes incluso de entregar su alma a la causa. Un elegido llamado Hécaro, ducho en el manejo de las armas a dos manos y un combatiente francamente magnífico. El Hechicero Jefe le saludó con dos dedos, desde la frente y separándola unos palmos de ésta. El campeón Einherjar le correspondió con un asentimiento casi mecánico.
   
Y allí, en la gruta, esperaron. Y esperaron. Y dejó de llover, pero ellos seguían esperando. El sol empezó a penetrar las nubes y la oscuridad de la caverna iba desapareciendo. Algunas gotas seguían cayendo, era lo único, junto con el movimiento del viento a través de las galerías de aquel lugar, que se oía. Ellos permanecían callados, en silencio. Hasta que un Einherjar hizo un movimiento rápido con el cuello señalando la entrada. Alguien se acercaba. En la entrada se divisaba una silueta de un hombre, más pequeño que los que moraban la gruta. Ese hombre llevaba una ropa poco acorde con su condición. Nada extravagante, sólo una gabardina de color gris para protegerse del frío y la lluvia. Ese ser empezó a caminar hacia el interior, consciente de la presencia de los moradores de la cueva. Caminaba sin mirar alrededor suyo, centrándose en aquel que se encontraba al final, sentado en una húmeda roca.
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Y allí, en la gruta, esperaron. Y esperaron. Y dejó de llover, pero ellos seguían esperando. El sol empezó a penetrar las nubes y la oscuridad de la caverna iba desapareciendo. Algunas gotas seguían cayendo, era lo único, junto con el movimiento del viento a través de las galerías de aquel lugar, que se oía. Ellos permanecían callados, en silencio. Hasta que un Einherjar hizo un movimiento rápido con el cuello señalando la entrada. Alguien se acercaba. En la entrada se divisaba una silueta de un hombre, más pequeño que los que moraban la gruta. Ese hombre llevaba una ropa poco acorde con su condición. Nada extravagante, sólo una gabardina de color gris para protegerse del frío y la lluvia. Ese ser empezó a caminar hacia el interior, consciente de la presencia de los moradores de la cueva. Caminaba sin mirar alrededor suyo, centrándose en aquel que se encontraba al final, sentado en una húmeda roca.
   
 
-Llegas tarde.- Dijo el hechicero cuando el visitante se encontraba a escasos metros.
 
-Llegas tarde.- Dijo el hechicero cuando el visitante se encontraba a escasos metros.
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-Vilkas, deja de hablar.- Comentó Érebo mientras desenvainó su arma.- Esta gente viene a otra cosa, concretamente a probar tu nuevo regalo.
 
-Vilkas, deja de hablar.- Comentó Érebo mientras desenvainó su arma.- Esta gente viene a otra cosa, concretamente a probar tu nuevo regalo.
   
Y así, Vilkas disparó. No hubo tiempo de reacción cuando uno de aquellos hombres cayó al suelo con un pequeño agujero en la frente. Cuando, por instinto los otros se alejaron del muerto. Craso error. Antes de darse cuenta, habían decapitado a otro, el que parecía ser el líder. Un Einherjar. Uno de esos hombres saltó desde un saliente de la gruta hasta la entrada, sin apenas notarse. A continuación, el resto del pelotón de soldados abrió fuego. Se encontraban confusos y desconcertados, gracias a la magia prohibida de Érebo. Había confundido sus mentes, e incluso se dio el caso de realizar fuego amigo. Estaban desorientados, momento para atacar cuerpo a cuerpo. Los Einherjar, con una salvaje carga, aniquilaron a la mitad de los que quedaban. El resto, simplemente, huyó presa del pánico que le ocasionaba aquel grotesco espectáculo. Con sus armaduras repletas de manchas de sangre y sus botas llenas de barro, corrieron a más no poder por aquel lugar. Pero no había escapatoria.
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Y así, Vilkas disparó. No hubo tiempo de reacción cuando uno de aquellos hombres cayó al suelo con un pequeño agujero en la frente. Cuando, por instinto los otros se alejaron del muerto. Craso error. Antes de darse cuenta, habían decapitado a otro, el que parecía ser el líder. Un Einherjar. Uno de esos hombres saltó desde un saliente de la gruta hasta la entrada, sin apenas notarse. A continuación, el resto del pelotón de soldados abrió fuego. Se encontraban confusos y desconcertados, gracias a la magia prohibida de Érebo. Había confundido sus mentes, e incluso se dio el caso de realizar fuego amigo. Estaban desorientados, momento para atacar cuerpo a cuerpo. Los Einherjar, con una salvaje carga, aniquilaron a la mitad de los que quedaban. El resto, simplemente, huyó presa del pánico que le ocasionaba aquel grotesco espectáculo. Con sus armaduras repletas de manchas de sangre y sus botas llenas de barro, corrieron a más no poder por aquel lugar. Pero no había escapatoria.
   
 
Uno de ellos se quedó quieto en mitad de la huída. No era por el miedo. Era por culpa de Érebo y su hechicería. El resto, fue presa del “presente” de Lord Raum a Vilkas.
 
Uno de ellos se quedó quieto en mitad de la huída. No era por el miedo. Era por culpa de Érebo y su hechicería. El resto, fue presa del “presente” de Lord Raum a Vilkas.
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-¡Nunca!¡Por el Emperador que no lo diré!-Gritó.
 
-¡Nunca!¡Por el Emperador que no lo diré!-Gritó.
   
-Bueno, veamos hasta dónde eres capaz de llegar por tu querido Emperador. Érebo, ¿te importaría que lo interrogásemos?- Preguntó Vilkas, con cierto tono de interesado.
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-Bueno, veamos hasta dónde eres capaz de llegar por tu querido Emperador. Érebo, ¿te importaría que lo interrogásemos?- Preguntó Vilkas, con cierto tono de interesado.
   
 
-Solo si te acompaño. Amigo imperial, vas a pasar las horas más largas de tu penosa vida.
 
-Solo si te acompaño. Amigo imperial, vas a pasar las horas más largas de tu penosa vida.
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Había sido un gran día.
 
Había sido un gran día.
 
[[Categoría:Material No Oficial]]
 
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[[Categoría:Alas del Cóndor]]

Revisión del 18:32 25 oct 2012


Caminaba bajo la acuciante lluvia. Las frías gotas de lluvia chocaban contra su armadura de ceramita y se deshacían en una delgada columna de humo negro.

Se encontraba en un amplio valle, en aquel extraño planeta en el que acababan de desembarcar hace apenas un mes. Aquel planeta dónde enormes pedazos de tierra en forma de cono invertido volaban a cincuenta metros del suelo. Cincuenta metros en el más leve de los casos. Aquel fenómeno le extrañaba y le atraía a la vez. Se había propuesto investigarlo más adelante cuando tuviera oportunidad.

La noche era oscura, iluminada fugazmente por un rayo extraviado. La lluvia seguía cayendo. Lluvia. Le hubiera gustado poder sentirla sobre su piel y dejar de estar enfundado en aquella enorme armadura por una vez. Consideró la idea de quitarse el casco, pero tampoco era cosa de calarse y continuó su camino, resignado. Se pasó inconscientemente una mano por la hombrera derecha, tallada con la infame estrella de ocho puntas. Continuó andando. ¿Porqué andando? Maldita sea, era un hechicero, y no uno cualquiera, era el Hechicero Jefe. Pero las palabras de Lord Raum resonaron en su cabeza. La voz pausada, elegante e inequívocamente perteneciente a un líder recreó aquella breve conversación, breve como todas sus conversaciones. ‘Un portal a la disformidad o un despliegue mediante cápsulas o transportes llamaría demasiado la atención´. Érebo ya sabía eso, pero albergaba la débil esperanza de que se lo concediese. No le hubiera importado mandar unas cuantas almas leales al Averno. Aquel lugar había sido limpiado de la corrupción de los sirvientes del Falso Emperador hace una semana, pero podrían haber colocado sensores, cámaras o incluso escuadras de reconocimiento con la intención de retomarlo. Aunque habría hecho falta mucha ignorancia para colocarlas. La ignorancia no escaseaba precisamente entre las filas de los perros imperiales.

Amenizó aquella tortuosa caminata pensando en el objetivo de esta y el débil tarareo, acallado por la furiosa lluvia, de una canción que había oído en algún momento de su vida. Debía llegar a una cueva natural en la que se encontraría con un líder cultista. El más sobresaliente de todos aquellos que servían a las Alas del Cóndor. Debía informarle acerca de sus próximos movimientos y darle personalmente la enhorabuena por su gran trabajo de parte del ilustre Lord Raum. Tenía un regalo muy valioso para probarlo. Érebo había torcido el gesto y sentido irritado al conocer dichas órdenes. Él no era un recadero. Pero su otro hombre de confianza, Artorias, el Caminante del Caos, estaba ocupado en una misión en algún punto del ecuador del planeta junto a sus tropas. Había sugerido la posibilidad de mandar a un campeón y a su escuadra, pero desgraciadamente, Raum quería a alguien de confianza.

Por fin llegó. Una cueva natural, de amplia bóveda y estalactitas y estalagmitas esparcidas en todos sus rincones. Las paredes, húmedas por la constante acción del frío y la lluvia, y de un tono rojizo, presentaban pequeñas formaciones rocosas no mayores que uno de sus puños. Ahora bien, sus puños no eran precisamente pequeños. Aquellas “pequeñas” rocas incrustadas en la pared brillaban con luz propia y tonos vivos, desde el azul hasta el violeta.

Giró la cabeza rápidamente al advertir movimiento a su derecha, a apenas unos seis metros. Unos Heinherjar estaban ahí, quietos, de pie. Tan quietos que ni siquiera les había visto. Sonrió. Los había mandado una hora antes que él para confirmar que no había presencia leal y, si la había, que fuese eliminada. Los imponentes guerreros le miraron al unísono durante unos segundos y se inclinaron levemente. Precisión milimétrica y lealtad absoluta. No esperaba menos de aquellos que habían dado la vida por las Alas del Cóndor, ofreciéndose voluntariamente para sacrificios destinados a los Dioses Oscuros con la finalidad de proteger sus mensajes encriptados de los voraces ojos de los Leales. Sus armaduras albergaban las almas de aquellos fanáticos “héroes”. Tenían un aspecto similar a las servoarmaduras del resto de marines de las Alas del Cóndor, con hombreras más amplias (especialmente la izquierda, utilizada para dar el primer golpe tras una carga), púas y pequeñas cuchillas curvas en la hombrera izquierda, cascos lisos, sin cuernos y con un visor con la forma de la estrella de ocho puntas, al igual que el suyo. Amplios faldones negros colgaban de sus cinturones y tiras de cota de malla endurecida pendían del centro de éstos. Portaban enormes espadas de energía a dos manos con la hoja curvada hacia atrás al final, asemejándose ligeramente a una guadaña y pistolas bólter acopladas en la muñeca derecha de los guerreros. Aquellas espadas estaban basadas en Ragnarok, su propia espada, que encerraba un demonio dentro, aún con esperanzas de salir. El líder de aquella amenazante escuadra (nada más y nada menos que cinco Einherjars) portaba una armadura más decorada y amplia y una espada similar a la de sus compañeros, pero mucho más ancha de hoja y casi tan grande como él.

Érebo sonrió. Le conocía bien, había combatido junto a él numerosas veces, antes incluso de entregar su alma a la causa. Un elegido llamado Hécaro, ducho en el manejo de las armas a dos manos y un combatiente francamente magnífico. El Hechicero Jefe le saludó con dos dedos, desde la frente y separándola unos palmos de ésta. El campeón Einherjar le correspondió con un asentimiento casi mecánico.

Y allí, en la gruta, esperaron. Y esperaron. Y dejó de llover, pero ellos seguían esperando. El sol empezó a penetrar las nubes y la oscuridad de la caverna iba desapareciendo. Algunas gotas seguían cayendo, era lo único, junto con el movimiento del viento a través de las galerías de aquel lugar, que se oía. Ellos permanecían callados, en silencio. Hasta que un Einherjar hizo un movimiento rápido con el cuello señalando la entrada. Alguien se acercaba. En la entrada se divisaba una silueta de un hombre, más pequeño que los que moraban la gruta. Ese hombre llevaba una ropa poco acorde con su condición. Nada extravagante, sólo una gabardina de color gris para protegerse del frío y la lluvia. Ese ser empezó a caminar hacia el interior, consciente de la presencia de los moradores de la cueva. Caminaba sin mirar alrededor suyo, centrándose en aquel que se encontraba al final, sentado en una húmeda roca.

-Llegas tarde.- Dijo el hechicero cuando el visitante se encontraba a escasos metros.

-Lo siento, pero es que he estado ocupado.- Comentó el recién llegado mientras se hacía mover el pelo con la mano derecha mediante movimientos rápidos para secarse el pelo.

-¿Ocupado?- Preguntó Érebo, alzando la voz.- Sabes la importancia de nuestra cita, no puede haber en este momento nada más importante que esto.

-Bueno, te voy a ser sincero. En realidad estaba esperando a que dejara de llover.- Dijo el visitante con tono irónico.

-Eres imbécil. No tenía por qué haberte reclutado, sólo haberte disparado. Así no darías más problemas.- Dijo Érebo, esta vez con su tono de voz normal, más pausado y armonioso.- Vilkas, ¿sabes por qué se te ha convocado aquí?

-No lo sé, supongo que el señor Raum está contento con mis actuaciones en sus campañas.- Inquirió Vilkas, mientras se metía las manos en los bolsillos de la gabardina e inclinaba la cabeza con cierto aire de superioridad.

-Exacto. Él te ha premiado por tus actos. Las grandes gestas no quedan sin recompensa. El mismísimo Lord Raum ha mandado construir un objeto que, sin duda alguna será de tu agrado.- Dijo el hechicero, a la vez que sacaba algo envuelto en una tela extraña y de color marrón claro.- Toma, esto es lo que te mereces por tu brillante papel en Esad IV.

Tras esto, Érebo le entregó la bolsa. Vilkas, vio que fuese lo que fuere pesaba y tenía un frío metálico. Tras abrirla cuidadosamente, miró su contenido. Una pistola bólter negra como la obsidiana, tanto que parecía estar hecha de ella. Pero guardaba algo especial, una especia de sonido, como un sonido reverberante se escuchaba en su interior.

-¿Una pistola bólter? ¿Esto es lo que el gran Lord Raum me trae como presente?- Se preguntó Vilkas, indignado.

-No seas impaciente. Prueba a disparar.- Puntuó el gran hechicero.

-Ummm…No está mal…nada mal- Dijo el afortunado poseedor de la pistola.

Ésta disparaba unos extraños proyectiles. Proyectiles de un bello color, pero de un destructivo poder. Vilkas había disparado a una estalactita, y ésta tenía ya un agujero del calibre del arma.

-Y eso no es todo.- Interrumpió Érebo.- Puedes disparar tanto como te plazca, carece de munición física.

Después de que el hechicero dijera esto, uno de los Einherjar se giró completamente mirando hacia la puerta y desenvainó su antigua espada. Tras este gesto, todos los que se encontraban dentro de la cueva miraron hacia la entrada. Allí había alguien, alguien que no había sido invitado. Tras él, unas ocho siluetas estaban en la entrada formando una cuña.

-Caballeros.- Se dirigió Vilkas a los nuevos visitantes.- ¿A qué viene esta inesperada visita?

-Hemos descubierto vuestra guarida, herejes.-Gritó el hombre que se encontraba en el centro.- Rendíos y vuestra muerte será rápida.

-Por favor.- Continuó Vilkas.- Creo que sería más favorable para ustedes que…no sé… dejaran de seguir a su Emperador cadáver para poder ver la verdad.

-¡No blasfemes!- Vociferó otro de esos hombres, el que se encontraba a la derecha del sujeto del centro.

-Vilkas, deja de hablar.- Comentó Érebo mientras desenvainó su arma.- Esta gente viene a otra cosa, concretamente a probar tu nuevo regalo.

Y así, Vilkas disparó. No hubo tiempo de reacción cuando uno de aquellos hombres cayó al suelo con un pequeño agujero en la frente. Cuando, por instinto los otros se alejaron del muerto. Craso error. Antes de darse cuenta, habían decapitado a otro, el que parecía ser el líder. Un Einherjar. Uno de esos hombres saltó desde un saliente de la gruta hasta la entrada, sin apenas notarse. A continuación, el resto del pelotón de soldados abrió fuego. Se encontraban confusos y desconcertados, gracias a la magia prohibida de Érebo. Había confundido sus mentes, e incluso se dio el caso de realizar fuego amigo. Estaban desorientados, momento para atacar cuerpo a cuerpo. Los Einherjar, con una salvaje carga, aniquilaron a la mitad de los que quedaban. El resto, simplemente, huyó presa del pánico que le ocasionaba aquel grotesco espectáculo. Con sus armaduras repletas de manchas de sangre y sus botas llenas de barro, corrieron a más no poder por aquel lugar. Pero no había escapatoria.

Uno de ellos se quedó quieto en mitad de la huída. No era por el miedo. Era por culpa de Érebo y su hechicería. El resto, fue presa del “presente” de Lord Raum a Vilkas.

Tras esa carnicería, con el soldado que quedaba aún en pie, Érebo, Vilkas y los Einherjar se acercaron a él.

-¿Serías tan amable de contarnos lo que pretendía quién te halla mandado?- Preguntó Érebo, mientras examinaba al soldado capturado.

-¡Nunca!¡Por el Emperador que no lo diré!-Gritó.

-Bueno, veamos hasta dónde eres capaz de llegar por tu querido Emperador. Érebo, ¿te importaría que lo interrogásemos?- Preguntó Vilkas, con cierto tono de interesado.

-Solo si te acompaño. Amigo imperial, vas a pasar las horas más largas de tu penosa vida.

Y de este modo, todos volvieron a la caverna donde se habían reunido. Érebo, Vilkas, los Einherjar y el”prisionero”. Mientras se dirigían hacia la gruta, Vilkas silbaba alegremente mientras la cara de Érebo esbozaba una sonrisa detrás de su casco. Otra vez empezó a llover, pero ahora llovían lágrimas y gotas de sangre del hombre capturado que sabía que moriría entre agonizantes jadeos y tras horas de la más indecible de las torturas.

Había sido un gran día.