Prefacio
La tormenta azotaba el edificio. Los truenos se surperponían a las deflagraciones de la artillería y el no tan lejano frente se perfilaba como una amenazadora bestia capáz de devorar a todas y cada una de las almas del lugar de un bocado. Pero para ella, mirando fijamente los resplandores súbitos, tenía otro sentido.
Se apoyó en la ventana, cuyos gruesos cristales cubiertos de hollín frenaban la acometida del agua, con gesto hastiado. Cansada de esperar sin otra cosa que hacer que matar el tiempo entre charlas insustaciales y las letanías médicas de las hermanas hospitalarias. Pero era pronto, y sus huesos no estaban del todo soldados: ¡que Emperador condenara al oficial herético!, la granada había estado cerca de costarle algo más que huesos rotos pero la espera la estaba matando!. Habituada al calor de la batalla, la hermana Ardel, de la orden de la Lágrima Ardiente miró con ojos llameantes la batalla que acontecia fuera.