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Mortarion (conocido también como el Señor de la Muerte y Príncipe de la Decadencia) fue uno de los veinte Primarcas. Se le dio el mando de la Legión de la Guardia de la Muerte con la llegada del Emperador a su planeta, pero posteriormente se rebeló contra él y se pasó al bando del Caos durante la Herejía de Horus. Actualmente es un Primarca Daemon al servicio de Nurgle.
Descripción[]
Durante diez mil años, Mortarion, el Señor de la Guardia de la Muerte, ha aplastado a sus enemigos en el campo de batalla. Revestido con la barroca coraza conocida como la Armadura Barbarana, envuelto y encapuchado con ropajes descompuestos, Mortarion se alza por encima de los campeones más poderosos de la Humanidad. En una mano blande la temible guadaña conocida como Silencio. En la otra lleva la temida Linterna, una antigua pistola de energía xenos tan poderosa que un solo disparo puede fundir hasta una armadura de Exterminador. Rodeado por gorjeantes ácaros daemónicos, moscas zumbantes y nocivos vapores de plaga, Mortarion se lanza en picado a la batalla con sus vastas y chirriantes alas. El sordo batir de estas inmundas alas llena al enemigo de un horror escalofriante, al tiempo que arrastra el hedor de la muerte hacia sus líneas.
Mortarion es un sombrío segador, y cada uno de los barridos de su guadaña lanza enemigos decapitados y mutilados por los aires. Cada disparo de la Linterna reduce a sus oponentes a cenizas flotantes, mientras que las nocivas bombas de fósfex que Mortarion arroja transforman a sus víctimas en burbujeantes despojos biológicos en segundos. Alzarse siquiera en presencia del Señor de la Muerte es letal: sus contrincantes se asfixian y se derrumban cuando sucumben a la miríada de plagas que se agitan en el aire que le rodea.
Si Mortarion fuese tan sólo un monstruo destructor, ya sería un oponente terrorífico. Pero a pesar de lo lejos que ha caído de la gracia del Emperador, sigue siendo un Primarca. El intelecto de Mortarion es imponente, y su habilidad estratégica como general de infantería sigue intacta. El Señor de la Muerte puede leer la situación de una batalla con tan sólo una mirada, determinando al instante la ruta más directa hacia la victoria. Le importan poco las bajas, ya que cree que sus hijos siempre deben esforzarse por demostrar su fortaleza, y que la victoria pertenece sólo a aquellos con la fuerza suficiente para hacerse con ella. Si se puede decir que Mortarion tiene una debilidad, es que el desprecio hacia sus enemigos a veces le lleva a subestimarlos. No obstante, contra el implacable y perfectamente orquestado avance de Mortarion y su Guardia de la Muerte son pocos los enemigos que pueden resistir mucho tiempo.
Orígenes[]
Antes de la Unificación de Barbarus[]
De todos los mundos en los que acabaron dispersos los Primarcas, pocos eran lugares tan terribles o desesperados como el condenado Barbarus. Poco puede decirse con seguridad de este remoto y maligno mundo, o de los años de formación pasados allí por el joven Primarca, ya que parece que nada más producirse el hallazgo de Mortarion la verdad fue editada y oscurecida por la mano del propio Emperador. Quizás lo que se encontró en Barbarus era demasiado para que el público lo supiese, o contenía demasiadas verdades consideradas peligrosas para el resto de la Humanidad o incluso para los guerreros de otras Legiones. La información consistente que hoy día se puede extraer de la historia de Barbarus y del Primarca de la Guardia de la Muerte procede de una única fuente: los Rollos Estigios de Lackland Thorn. Thorn era una figura famosa aunque de mala reputación, un historiador adjunto a la Flota Expedicionaria que penetró en la oscura nebulosa que envolvía a Barbarus. Thorn era un polímata, altamente dotado como traductor de lenguas xenos, como anticuario y como poeta, pero su visión era altamente morbosa, y sus obras enervaban tanto como iluminaban. Su lugar en la Gran Cruzada quedó sellado cuando desapareció poco después de completar su obra maestra. En Barbarus encontraría la apoteosis de su oscuro arte registrando la historia de Mortarion para la posteridad, y su trabajo resultante, los Rollos Estigios, se convirtió en parte de la cultura de la Guardia de la Muerte: una copia era regalada a cada Marine Espacial de la Legión al ser ascendido formalmente al rango de iniciado completo. Fuera de la Guardia de la Muerte, sin embargo, el libro fue ampliamente censurado y considerado siniestro y horrible, demasiado oscuro para ser otra cosa que una pesadillesca alegoría. Esta opinión era equivocada.
El mundo en el que el joven Mortarion cayó era el auténtico epítome de todos los horrores sufridos por el hombre durante la Era de los Conflictos: un dominio de salvajes señores alienígenas que gobernaban y acosaban como depredadores a una población humana atrapada, como si fuesen crueles y terribles dioses.
Incluso el medio ambiente de Barbarus era una siniestra y letal creación, tan extraña y singular que probablemente había sido diseñada por sus amos como un medio tanto de sustento como de control. Era un mundo oscuro, rugoso, coronado de montañas y lleno de ciénagas primordiales y bosques retorcidos. Las colosales cimas de Barbarus estaban cubiertas permanentemente de nieblas venenosas y miasmas asfixiantes, y eran salpicadas ocasionalmente por lluvias ácidas tan fuertes que deshacían la carne en cuestión de segundos. Por su parte, los profundos valles eran un reino de sombras perpetuas al que la luz del antiguo e hinchado sol del Sistema apenas llegaba, y donde la noche era una oscuridad tan impenetrable como una tumba sellada. Era en los bosques y ciénagas de las tierras bajas donde los salvajes habitantes humanos de Barbarus se aferraban a la vida en aldeas aisladas y bastiones tan bien fortificados como se podía para protegerse de la llegada de la noche. Sus vidas eran de un terror y dureza perpetuos, y a todas horas, despiertos o durmientes, eran conscientes de que sin ser vistos por encima de ellos, sus monstruosos señores aguardaban el momento de darse un festín.
El auténtico nombre de los amos alienígenas de Barbarus ha sido tachado de los registros, y ni siquiera Thorn se atrevió a mencionarlo en sus escritos, pero las pruebas de sus horribles apetitos y su horrenda fuerza son claras. Estos esqueléticos y horrorosos dioses eran gigantescos, tres veces más altos que un hombre y envueltos en armaduras oxidadas, cuya ciencia y saber nigromántico les habían hecho hacía mucho inmunes a la muerte excepto por gran violencia, y llenaban sus eternidades con intrigas y conflictos intestinos llevados a cabo con una inimaginable maldad inventiva. Los soldados desplegados en sus luchas y guerras intestinas eran un desfile interminable de pesadillas: hordas de muertos andantes recosidos, depredadores atormentados y medio locos que cambiaban de forma, y gólems con alas membranosas. Sus campeones eran aún más horripilantes: montículos plásmicos de tejido amorfo goteante de ácido, cuyos millares de bocas aullantes rogaban incesantemente morir, e incontables creaciones infernales más imposibles de ser descritas sin perder la cordura; todas ellas fabricadas a partir de la carne viviente de la humanidad. Para sus funerarios señores, los humanos salvajes no eran siquiera esclavos, sino simplemente carne colgando en una alacena a la espera de ser arrancada para el festín.
Los Rollos Estigios relatan que fue el mayor de estos señores carroñeros quien, tras una de estas “cosechas” de humanos, caminaba satisfecho entre la masacre que había causado en uno de los mayores asentamientos y se sorprendió cuando de repente el silencio de la muerte fue quebrado por el sonido del llanto de un niño. Atraído, vadeó el mar de cadáveres y se internó en las nieblas venenosas, donde finalmente encontró un niño, pálido y hambriento, pero vivo donde ninguna vida debería haber sido posible. El señor contempló a esta cosa blanca e indefensa, claramente humana pero para sus sentidos alienígenas evidentemente mucho más, y consideró acabar con su existencia con un golpe de su guadaña, pero no lo hizo. Pues el ser, como todos los de su especie, no estaba ni muerto ni vivo del todo, y en este niño vio un trofeo que de otro modo jamás habría podido tener: un hijo y heredero. En medio de la carroña y los restos de la batalla, bautizó a la criatura “Mortarion”: aquel que ha nacido de la muerte.
Poniendo a prueba los límites del pequeño Primarca, su monstruoso padre adoptivo comprobó hasta qué punto Mortarion podía resistir la creciente toxicidad de las alturas de Barbarus, y construyó un bastión de piedra en el punto más elevado que Mortarion podía tolerar para que fuese su prisión y su lugar de entrenamiento, mientras que levantaba su propia mansión negra aún más arriba, donde los vapores habrían sido mortales hasta para un Primarca. En este refugio y prisión, rodeado por muros de piedra goteante y almenas cubiertas de espinas de hierro para mantener alejados a los enemigos de su “padre”, el joven Mortarion alcanzó la adolescencia en un mundo sin sol donde el mismo aire era veneno. Rodeado por la comodidad de una tumba abierta y con desgraciados horrores por sirvientes, el anciano monstruo inhumano que lo había reclamado para sí se convirtió en su único tutor. Allí fue entrenado para convertirse en un arma viviente, para luchar, dirigir y matar, y es imposible decir qué otros secretos aprendió de esa raza terrible sin nombre que había controlado Barbarus desde tiempos inmemoriales.
Se dice que el joven Mortarion devoró todo fragmento de información que cayó en sus manos, desde doctrinas de batalla a arcanos conocimientos mecánicos pasando por cirugía y vivisecciones, y resultó ser un alumno muy apto. Cuando se convirtió en un guerrero poderoso y letal, las habilidades de Mortarion fueron puestas a prueba de nuevo por su amo, pues las vendettas y guerras de los fúnebres señores eran incesantes y despiadadas, y pronto acompañó a su amo a la batalla y a las cosechas como un fiel guerrero junto al imponente gigante. El tiempo pasó y Mortarion creció rápidamente, mientras su fuerza e intelecto sobrehumanos florecían incluso en el ambiente sin luz y sin vida en el que había acabado por un funesto destino, y pronto empezó a hacer preguntas que su padre adoptivo no estaba dispuesto a responder con verdades.
La curiosidad de Mortarion se vio atraída cada vez más hacia las frágiles criaturas acurrucadas tras sus pobres defensas en los valles profundos, cuyos cadáveres proporcionaban la materia prima para los ejércitos y diversiones de los señores. Su amo, sintiendo el peligro, prohibió a Mortarion regresar a los valles, pero esto solo alimentó la obsesión del Primarca, y cuando finalmente Mortarion escapó de su hogar y se deslizó hacia la oscuridad, escuchó el sonido de las maldiciones arrojadas desde la miasma por un padre traicionado, prometiéndole la muerte si alguna vez regresaba. Desafortunadamente, la historia demostraría que el mortuorio señor que lo había criado y protegido no sería el último “padre” que tendría motivos para maldecir la deslealtad de Mortarion como hijo.
Solo y sin la niebla tóxica que seguía a los señores cuando descendían de las alturas, el sabor del propio aire fue una revelación para el joven Primarca, como lo fueron el aroma de la vida, el sonido del habla humana y la risa sin el salobre vapor de la podredumbre o el eco de la locura. Encontró inmediatamente la verdad que había temido: era pariente de aquellos a los que los amos acosaban, no de los propios amos, y su vida había sido toda una mentira. Mortarion juró en ese momento que aplicaría la justicia sobre los señores por las incontables generaciones de horror y pecado que habían perpetrado sobre su gente. Les llevaría la muerte.
Ganarse la confianza de los humanos salvajes de Barbarus no fue tarea fácil para Mortarion, no obstante, pues a pesar del parentesco que él sabía que había entre ellos, para la gente de Barbarus era un monstruo igual que el resto. El Primarca se alzaba sobre ellos como su fúnebre señor lo había hecho sobre él, su piel era cadavérica y sus ojos negros estaban vacíos y acosados por la pesadilla viviente que había vivido hasta entonces. Ser rechazado le dolió profundamente, pero Mortarion aguardó su momento, usando su gran fuerza y su inteligencia para ayudar a la gente como podía, levantando muros y trabajando sin descanso en los campos para cosechar las magras cosechas del asentamiento, sabiendo que el momento de probar su valía llegaría. Entonces, una noche al caer la oscuridad, llegaron los monstruos. Un señor menor y sus tambaleantes guerreros resucitados descendieron sobre el asentamiento de Mortarion para llevarse a todos los que no pudieran huir para convertirlos en los juguetes de su amo.
Con sombría determinación los aldeanos intentaron con todas sus fuerzas rechazar a las asediantes criaturas, pero sabían que estaban perdidos, pues este destino se había repetido muchas veces antes, y sin armas mejores que toscas cuchillas de hierro y antorchas no podían hacer mucho más que prolongar la lucha antes de caer. Mortarion se unió a la lucha, blandiendo sobre su cabeza la guadaña de cosecha a dos manos que se había fabricado, cuya hoja era tan larga como la altura de un hombre. Atravesó las filas de los no muertos como un huracán y puso al sorprendido señor en fuga. Retirándose veloz a la niebla tóxica que había sido la defensa más segura de su especie contra los humanos desde tiempo inmemorial, los Rollos Estigios recogen que el deforme rostro del alienígena aún sonreía cuando Mortarion entró sin frenar en las nieblas venenosas y le cortó la cabeza. Fue el primero de ellos en caer en combate contra un humano en generaciones, pero no sería el último.
La victoria de Mortarion le había ganado la incrédula adulación de los aldeanos, y se convirtió en un taciturno y despiadado profeta que les prometía liberarles de los terrores que los habían perseguido, y por encima de todo, justicia y venganza. Caminó entre ellos enseñándoles lo suficiente de la guerra y la industria para que pudieran defenderse, y dirigiéndoles al combate allí donde iba tan implacable como la misma muerte. Pronto se extendió por todo el oscurecido mundo de Barbarus la leyenda de Mortarion y la rebelión se desató; donde una vez las “cosechas” habían sido masacres unilaterales, ahora se libraban auténticas batallas, y cada vez más a menudo eran los humanos salvajes, duros y sombríos, los que ganaban. Pero igual de a menudo los humanos se veían privados de su venganza, ya que los señores derrotados se retiraban a las nieblas tóxicas siempre que se veían amenazados, pues habían vivido tanto que guardaban celosamente su casi total inmortalidad y rara vez se arriesgaban a morir a manos de sus vengativos “juguetes”. Esto sucedía especialmente si Mortarion participaba en el combate, ya que ya se había convertido en un temido anatema para las fúnebres criaturas. Es posible que si hubieran dejado a un lado sus diferencias los señores habrían podido aplastar la rebelión actuando conjuntamente, pero su odio y desconfianza mutuos, afilados como una cuchilla a lo largo de milenios, aparentemente eran más fuertes que su furia y su temor hacia la rebelión y su instigador.
Con los oscuros poderes de Barbarus retirados más allá del impenetrable baluarte de las nieblas venenosas, Mortarion vio que la victoria y la justicia solo podían ser obtenidas llevando la lucha al enemigo: su pueblo necesitaba ser capaz de atacar a las criaturas de las alturas, no solo defenderse de sus depredaciones. A fin de hacer realidad este sueño de sangrienta venganza, Mortarion reclutó a los guerreros más duros y decididos de entre los humanos salvajes de Barbarus, y los entrenó sin descanso. Les hizo vestirse de pies a cabeza con toscas armaduras de hierro forjadas por fieles herreros convertidos en armeros, y los armó con pesadas cuchillas y armas de pólvora negra con bocas anchas diseñadas por él mismo. A esta panoplia añadió primitivos equipos de respiración, fruto de su formidable intelecto y de los esfuerzos de los mejores artesanos de los salvajes. Así nació la primera Guardia de la Muerte. Con este ejército a sus órdenes, la siguiente ocasión en que un señor de los osarios descendió de las ponzoñosas alturas con su horda de horrores creados quirúrgicamente y sus engendros carnosos cargados de tentáculos, fue recibido por Mortarion y su recién bautizada Guardia de la Muerte con una brutal batalla. El ejército rápidamente frenó y dispersó al enemigo, matando al señor y destruyendo a su deforme ejército de monstruos cuando intentaban retirarse de vuelta a la niebla tóxica.
La Unificación de Barbarus[]
La balanza del destino de Barbarus se había equilibrado al fin, y durante décadas la guerra continuó a medida que los señores y sus ejércitos fueron primero contenidos, y después aislados y destruidos sistemáticamente uno por uno. Cada pocos años las mejoras en las máscaras respiradoras de la Guardia de la Muerte y en la resistencia misma de sus salvajes soldados hacían que los contraataques de los humanos pudiesen ser llevados a alturas cada vez mayores y que otro dominio de pesadilla fuese asediado, incendiado y derribado. Décadas después de que Mortarion descendiese por primera vez de su hogar adoptivo original, solo el gran señor de los muertos que una vez se había proclamado padre de Mortarion seguía vivo, a salvo en su negra y fétida mansión en lo alto de la cima más alta de Barbarus. Allí las nieblas ponzoñosas deshacían las máscaras respiradoras y mataban en segundos, y hasta la fisiología de Primarca de Mortarion no podía resistir mucho tiempo.
Frustrado y privado de la victoria definitiva, el mundo de Mortarion empezó a quedar inesperadamente fuera de su control una vez más, ya que a su regreso de uno de esos costosos asaltos sin éxito a las alturas encontró su puesto de salvador repentinamente usurpado por un nuevo y brillante benefactor que había venido de las estrellas para salvar a su pueblo: el Emperador había llegado a Barbarus. Los Rollos Estigios recogen lo que parece ser un relato editado e inconsistente de los tratos de Mortarion con su creador, pero es evidente que los primeros encuentros no fueron bien, y que Mortarion estaba resentido hacia el Emperador tanto por su intervención como por su oferta de matar al último y más poderoso de los señores fúnebres al que él antaño había llamado padre. Parece que la discordia y el descontento reinaron en la reunión, y que pronto llegaron a un punto crítico. Se hizo un trato: si Mortarion podía derrotar al último señor sin ayuda y por su propia mano, el Emperador dejaría en paz a Barbarus y al Primarca y se marcharía. Sin embargo, si el amargado Primarca no podía cumplir su palabra, entonces el Emperador haría lo que él no había podido, y Barbarus formaría parte del Imperio y Mortarion le juraría lealtad absoluta al Señor de la Humanidad. Entre las protestas de su Guardia de la Muerte, el hostil e iracundo Mortarion aceptó y se aventuró en las alturas solo, resuelto quizás a morir si no podía alcanzar su objetivo. Pronto pasó de largo las ruinas destrozadas que habían sido su hogar y continuó subiendo, atravesando la negra y cáustica niebla que envolvía la sombría mansión del último señor de Barbarus. En esta letal cima el respirador del Primarca pereció al pudrirse los tubos de aire, y cada paso era cada vez más doloroso ya que su piel se inflamaba y los tejidos de sus pulmones y su garganta empezaban a licuarse y deshacerse, ahogándole. Finalmente, cuando ya podía ver su meta, Mortarion cayó de rodillas y mientras perdía la consciencia vio a la criatura inhumana a la que una vez llamó padre descender a por él para cumplir su promesa. Entonces surgió de la niebla una segunda y brillante figura. Era el Emperador, que golpeó al monstruo con su ardiente espada. Así fue Barbarus liberado y Mortarion salvado. Sin embargo, para la historia futura, Barbarus quedó condenado y Mortarion se vio privado para siempre de su venganza, sujeto por un juramento al servicio de un nuevo padre.
Gran Cruzada[]
"El dolor es una ilusión de los sentidos, el miedo una ilusión de la mente, y más allá de ellos solo la muerte aguarda como un juez silencioso sobre todos."
- —Mortarion, Primarca de la Guardia de la Muerte
Fiel a su palabra, Mortarion se arrodilló ante su recién hallado padre tan pronto como se hubo recuperado lo suficiente para poder hacerlo, aunque su último acto de desafío en Barbarus dejaría cicatrices en su cuerpo y su mente que nunca se curarían del todo. Al ser un caudillo militar habilidoso por derecho propio, se le dio de inmediato el mando de la XIV Legión Astartes que portaba su legado genético, y él lo tomó en sus propios términos. Reuniéndolos ante él, una sombría y espectral figura envuelta en una túnica y portando la gran guadaña negra que había pertenecido a su horrible padre adoptivo, debió parecerles a los Incursores del Crepúsculo terranos que un avatar de las antiguas imágenes de la Muerte había acudido ante ellos para ser su nuevo señor. Sus palabras fueron simples y las pronunció en un duro susurro que de todas formas alcanzó a todos los presentes:
"Sois mis hojas intactas, mi Guardia de la Muerte. Por vuestra mano se aplicará justicia, y la muerte acechará a un millar de mundos."
Por este sencillo decreto los Incursores del Crepúsculo dejaron de existir, y los registros y anales posteriores a aquel día portarían este nuevo nombre para inspirar el miedo en los corazones de la Humanidad: la Guardia de la Muerte. En las décadas siguientes, la rebautizada XIV Legión luchó sin descanso al servicio de la Gran Cruzada, sin detenerse en la batalla bajo la mirada de su Primarca y persiguiendo la liberación de la Humanidad con un fervor que la Gran Cruzada no había conocido. Su incansable flota atravesaba el frío vacío de campaña en campaña, reaprovisionándose sobre la marcha, sin detenerse más que para guerrear. No establecían guarniciones, no construían fortalezas: solo derribaban y mataban fría y determinadamente, con el ritmo inexorable de una epidemia o un maremoto, y los mundos cayeron ante ellos.
Con el tiempo Mortarion moldeó el credo y las prácticas de la Guardia de la Muerte, con sus propias creencias formando una extensión natural de las de la Legión, y refinando y llevando al extremo las doctrinas de sus Astartes. En su centro se encontraba la inamovible determinación de que la Humanidad debería ser libre de la opresión y el terror. Esta libertad, a ojos del Primarca, solo podía obtenerse destruyendo a aquellos que podían encadenar y devorar a los humanos. Esta era una guerra que debía librarse sin piedad ni límites, sin frenos ni pausas. La batalla por el futuro de la Humanidad solo podía ser ganada soportando cualquier dureza, sin importar lo terrible que fuese, y sin apartarse de cualquier acto, fuese lo salvaje que fuese, que pudiese darles la victoria. Este único fin, la liberación de la Humanidad de acuerdo al credo de Mortarion, justificaba todos los medios.
Bajo el mando directo de Mortarion, la XIV Legión cambió con una gran rapidez, algo que fue descrito de esta forma por un Iterador: "Un catalizador final fue añadido a alguna mezcla alquímica, efectuando un cambio violento que los transformó en algo al mismo tiempo dramáticamente diferente pero de algún modo prediseñado, incluso esperado."
La mera presencia de su Primarca pareció potenciar y amplificar características que siempre habían estado presentes en los Incursores del Crepúsculo hasta extremos nuevos e inauditos, mientras que otros aspectos de la naturaleza establecida de la Legión se desvanecieron como una muda de piel. La recién bautizada Guardia de la Muerte era despiadada, implacable y resistente. Era una marea de acero y ceramita que se estrellaba contra el enemigo sin importar las bajas o las pérdidas, absolutamente imparable en el asalto y casi indestructible en la defensa. La mano y la mente de Mortarion trabajaban en todas partes rehaciendo a su Legión, cambiando las doctrinas tácticas, el suministro de equipo y, según algunos, hasta la selección de candidatos y las prácticas del Apothecarion, aunque es mejor no pensar de dónde obtuvo el conocimiento necesario para interferir en esto último.
La descripción completa de lo que ocurrió en los primeros días del mando de Mortarion sobre la Legión jamás fue registrada o se mantuvo deliberadamente oculta. Las condiciones de Barbarus y los horribles seres que antaño gobernaron allí fueron escondidos del conocimiento del resto del Imperio, y aquellos que conocían la verdad callaron o, como Lackland Thorn, simplemente desaparecieron. Se cree que algunos restos de la progenie de los señores xenos aún acechaban en las montañas envueltas en niebla y en las profundas ciénagas, y se susurró que su pueblo debería haber sido eutanizado o trasladado a un mundo más “limpio” por el bien de la cordura de las futuras generaciones. Mortarion rechazó todo esto: Barbarus ahora pertenecía a su gente, declaró, que lo había comprado y pagado con generaciones de sangre y terror, y sus hijos más fuertes servirían ahora como reclutas para su nueva Guardia de la Muerte. De los humanos mortales que habían luchado junto a él en la Guardia de la Muerte original contra los señores de Barbarus, muchos se convirtieron ahora en los amos de ese mundo y conformaron una terrible aristocracia, mientras que los más jóvenes y fuertes se transformaron total o parcialmente en Astartes, sin importar la alta tasa de mortalidad que implicaba la inducción tardía, considerándola un precio pequeño con tal de seguir al servicio de su salvador Mortarion.
Las tasas de desgaste de la Legión de la Guardia de la Muerte eran terriblemente altas a pesar de su legendaria resistencia. De hecho, durante buena parte de la Gran Cruzada solo los Devoradores de Mundos y los Guerreros de Hierro llegaron ocasionalmente a superar su proporción de vidas perdidas en las conquistas del Imperio. Al hacerse necesario continuar reclutando, Barbarus se convirtió en pocos años en poco más que una especie de fábrica de nuevos reclutas para la Legión de la Guardia de la Muerte, y las levas de otras fuentes cuyos derechos poseía la Legión se redujeron a un simple puñado a menos que la presión de las bajas resultase demasiado grande. La resistencia de Mortarion a usar aspirantes de fuera de Barbarus solo flaqueaba por la necesidad de mantener la fuerza de su Legión a un nivel digno para sus ojos. No obstante, el reclutamiento exclusivo de barbaranos fue potenciado por la alta aptitud de la dura población salvaje para el proceso de conversión. Los humanos habían sufrido durante mucho tiempo allí y solo los fuertes sobrevivían, mientras que las exigencias de la vida en el mundo envenenado habían hecho a sus hijos inusualmente resistentes a las plagas y las toxinas, un factor que la semilla genética de la Legión amplificaría hasta niveles inauditos.
La Herejía de Horus[]
Mortarion no necesitó ser poseído por ningún poder del Caos, pues se unió a la rebelión por voluntad propia. Horus le había prometido una nueva era en la que los poderosos gobernarían. Con toda la flota de la Guardia de la Muerte, Mortarion partió hacia Terra para unirse al Asedio. Desafortunadamente, la flota quedó atrapada en una Tormenta Disforme impenetrable, por culpa de la cual los Navegantes no eran capaces de hallar una ruta a través de la Disformidad ni una salida al Espacio Real. La flota quedó a la deriva, y fue en ese momento cuando llegó el Enjambre Destructor. La plaga que trajo no podía ser combatida, algo que aterrorizó a Mortarion y a sus guerreros. Los convirtió en hinchados mutantes, pero ninguno moría, convirtiéndose sus resistentes cuerpos en su maldición. Ninguno sufrió más que Mortarion, pues era como volver a estar en la cima de la montaña rindiéndose a las toxinas de Barbarus, pero esta vez sin la ayuda del Emperador para salvarle. Finalmente, Mortarion no pudo más y se entregó a sí mismo y a su Legión al Caos. El Padre Nurgle escuchó su ruego y se apropió de ambos.
Lo que emergió de la Disformidad guardaba poco parecido con lo que había entrado en ella. La antaño brillante servoarmadura de los Astartes estaba ahora rota y corroída, conteniendo apenas sus cuerpos hinchados y cubiertos de pústulas. Sus armas y armaduras estaban alimentadas por las energías del Caos, y se los acabó por conocer como los "Marines de Plaga", aunque ellos seguirían usando el nombre de Guardia de la Muerte.
Tras la Herejía[]
Después de que Horus fuese derrotado, Mortarion lideró a sus fuerzas en ordenada formación de vuelta al Ojo del Terror. Mortarion reclamó el Planeta de la Plaga como suyo, al ser ideal para lanzar ataques al Espacio Real. Lo moldeó tan bien que Nurgle lo ascendió a Príncipe Daemon. Mortarion tenía lo que quería, un mundo propio. Gobernaba un mundo tóxico de miseria y corrupción. Había vuelto a casa.
En 901.M41, Mortarion mataría a Geronitan, Supremo Gran Maestre de los Caballeros Grises cuando se materializó en el planeta Kornovin. Dicho acto hizo que Kaldor Draigo montara en cólera, asaltando al Príncipe Daemon y grabando el nombre de su antecesor en su corazón, un insulto que Mortarion nunca ha olvidado.
Apariencia y armamento[]
Durante el cenit de su poder al servicio del Emperador, Mortarion era descrito con un rostro pálido y lampiño. Era extremadamente alto y delgado, y llevaba un pesado collar alrededor de su cuello que expulsaba constantemente volutas de gases venenosos.
Llevaba una capa gris sobre una coraza de bronce y hierro desnudo llamada la Armadura Barbarana. Al costado llevaba la Linterna, un enorme bláster de energía de origen desconocido. También llevaba una cadena de incensarios globulares que contenían gases venenosos de su planeta de origen, entre los cuales ocultaba varias bombas de fósfex. Su otra arma era una enorme guadaña conocida como Silencio.
Como Príncipe Daemon de Nurgle, Mortarion desciende sobre los campos de batalla del cuadragésimo primer milenio en unas alas de cuero harapiento. Enfermo y corrupto, rehecho en una forma monstruosa por el poder disforme del Caos, Mortarion es un ángel perverso de muerte llevada por el odio y el rencor. Trae consigo putrefacción, enfermedad, desesperación y miedo a todos aquellos que sean testigo de su oscura majestuosidad.
Aún en su forma de Príncipe Daemon lleva su armadura antigua conocida como Armadura Barbarana. Mortarion es una figura imponente, cuyo rostro demacrado y ojos reumáticos son casi imperceptibles bajo su capucha y tras la mascarilla de respiración que ha llevado durante diez mil años. En una mano lleva la Linterna, una pistola antigua de diseño alienígena, mientras que en la otra mano porta la guadaña colosal conocida sencillamente como Silencio, la cual ha mutado durante los milenios en un arma daemónica terrorífica. Del cinturón del Príncipe Daemon cuelgan incensarios de plaga y bombas de fósfex, mientras que alrededor suyo brincan Nurgletes y querubines de la plaga que imitan la apariencia de su nauseabundo amo.
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Imágenes[]
Saber más[]
Fuentes[]
- La Huida de la Eisenstein, por James Swallow.
- Codex: Guardia de la Muerte (8ª Edición).
- Index Astartes.
- White Dwarf 150 (Edición inglesa).
- Codex: Caballeros Grises (5ª Edición).
- The Horus Heresy I.
- White Dwarf September 2017.